En Maladrón, Miguel Ángel Asturias nos presenta de nuevo, a través de otra excepcional novela, una de sus obsesiones recurrentes: el mestizaje.
En este relato, un grupo de conquistadores españoles escapan de su ejército debido a motivos religiosos. Son adoradores de Gestas, el saduceo materialista, acusado de mal ladrón y soberbio porque se atrevió a despreciar la oferta de salvación espiritual del Mesías, cuando juntos compartían agonía. Condenados a muerte por herejes, huyen a la selva, ayudados por un capitán, quien es cristiano, pero les facilita la fuga a fin de que colaboren en su búsqueda del lugar subterráneo y maravilloso (¿físico o simbólico?) donde se juntan los dos océanos.
Llegan a un valle donde habitan indios tiburones (a decir de los conquistadores), quienes adoran a Cabracán, señor de los terremotos, a través de gesticulaciones y muecas, casi de la misma forma en que los seguidores del Maladrón rinden culto a su deidad. Debido al parecido en los ritos, deciden, ya sea por medio de la conversión mágica o bien del vil engaño, conjugarlos en uno solo, con muy oscuros fines.
Junto a ellos viaja una joven indígena, quien pronto será madre de un niño en cuyas venas se unen, si no las aguas de los océanos, sí las sangres de dos continentes.
Así, entre la búsqueda de los océanos reunidos, el intento de sincretización de rituales gesticulatorios y la concepción de un niño mestizo, queda listo el escenario de un relato maravilloso y apasionante.
Javier Mosquera Saravia.