Livingston forever de Tito Bassi es una topofilia, término del geógrafo Yi-fu Tuan, que aquí lo traduciremos como “una novela del amor por un lugar”: un puerto pequeño en un país pequeño, con una comunidad que es un mar, viviendo frente al Atlántico inmenso. Pareciera autobiográfica: llega un europeo joven con alguna cantidad de plata que parece inagotable, compra un hotelito a un gringo que se va maldiciendo, se manda hacer innumerables pantalones blancos para que Julio Iglesias lo envidie, se relaciona con la gente de allí desde su posición histórica colonial: “viene a hacer América”, según él, como lo viven millones de ciudadanos, todavía con un pie en su lugar de origen y otro en no se sabe dónde, padeciendo el síndrome Bolero, la admiración por una Europa imaginada; pero ahí va el héroe del poema: Antonio Ferrari. Nuestro recién llegado es de origen italiano-suizo; escapó de Insubria, donde “las vacas son tan pequeñas, parecen ovejas y se corre el riesgo de romperse la crisma con el marco bajo de las puertas… todo por economizar…”, donde existe un escritor, Luigi Bolocchi (1962) que escribe en el antiguo lombardo.