En un café de cierta ciudad que no viene al caso mencionar, dos viejos amigos se encuentran por casualidad. No se han vuelto a ver desde al menos quince años atrás, cuando eran jóvenes talentos que empezaban a ejercitarse en el arte de no escribir. Hoy, convertidos ya en maduros profesionales y, sobre todo, en auténticos escritores que no escriben, ambos –uno, poeta; el otro, novelista–, tienen mucha tela que cortar, en particular sobre el tema que suele apasionar a la totalidad de los escritores que no escriben: su propia obra.