Los cuentos de Valeria Cerezo tienen siempre algo inquietante. Puede ser una palabra sutil, una frase con algo de penumbra, una circunstancia inesperada. Una niña entra con unas tijeras en la mano a la habitación de la abuela que agoniza; un marido despierta a su mujer a las tres de la mañana para ver una serie en la televisión; un hombre persigue el inesperado canto de un gallo a media noche. Las historias nos intrigan, nos hacen dudar, nos empujan a la búsqueda de respuestas, a veces elusivas. No siempre en la vida todo tiene explicación. Tampoco el abuelo que visita al nieto es un anciano venerable ni una mujer le dispara a una liebre para despejar el paisaje; lo normal es a veces una existencia vivida en el espejo, en el espejo que son las personas que conviven con nosotros. Pero, ¿cuándo se rompe todo eso que llamamos normalidad? Porque a veces las palabras desaparecen de los libros, la voz de un amigo nos visita en una habitación hundida en la oscuridad y, desolados, creamos universos paralelos debido al tedio circular y abombado del mundo. Y claro, cuando perseguimos la perfección, terminamos matando todos nuestros darlings, como afirmaba Faulkner.