Uno de los devastadores silogismos de Jay Haley puede ser enunciado así: «Todos los terapeutas orientan a sus pacientes en alguna dirección. Algunos terapeutas se dan cuenta de que lo hacen y otros no. Por lo tanto, un terapeuta no directivo es un terapeuta que no sabe lo que hace». Le fastidian las terapias que pretenden despojarse de poder. Las considera una postura perezosa e irresponsable (juguemos a charlar, en lugar de tratar de cambiar algo).
El autor insiste en que, así como la tarea del paciente es cambiar y la del terapeuta es ayudar a que esto ocurra, la tarea de quien aprende es aprender y la de quien educa es educar. Esto, que puede parecer una perogrullada, ha sido una bandera de combate de Haley en una batalla que lleva muchos años.
Son muchos los conceptos que fueron inventados o descubiertos por este Sócrates contemporáneo y después explotados por otros y elevados a la categoría de principios explicativos o de intervención universales (es el caso de la «paradoja»). Cuando estos conceptos han vuelto a él en forma de prolijas teorías omnicomprensivas, Haley les ha aplicado su lupa quemante y las ha «deconstruido» en el sentido literal. Esa es la tarea emprendida en este libro, cuando muestra que las generalizaciones pueden convertirse en el peor enemigo del cambio en una situación particular.
Todo esto, junto a una gran riqueza de ideas y sugerencias, fruto de una creatividad que brota en cada párrafo, encontrará el lector en esta obra fundamental, destinada a convertirse en un clásico de la psicoterapia contemporánea. Sólo cabe agregar que, para nuestro autor, en la terapia con el cliente ocurre lo que sucede en la supervisión con el terapeuta principiante. Terapia y supervisión se determinan una a la otra. La terapia se debe aprender, y también es preciso aprender a enseñar.