MORA, BLANCA Y ARAUJO DE ASTURIAS
En una playa del Mediterráneo, una mujer anciana está contando historias. Son historias confusas, sobre un ser casi mítico, un hombre inmenso, magnético, un brujo-narrador "hecho de una materia que contenía el todo, que desbordaba el todo". Ese hombre inventó un lenguaje para conocer y cambiar el mundo. Con ese nuevo lenguaje viajó desde la ladera de los grandes volcanes, la cabellera espesa de las selvas, los valles, colinas, lagos verdes, verdes, y los pueblos de casas blancas como juguetes de nacimiento de su pequeño país natal, hasta las principales metrópolis del planeta. Como las mejores leyendas, las historias que cuenta la anciana son también una historia de amor, y como las mejores historias de amor, la de ella es la historia del amor más grande y el más noble, el de dos seres entregados mutuamente para cumplir una misión mayor que ambos. Sus historias son su recuerdo de una historia real, de su propia historia, de su gran historia de amor. Conocí a Blanca Mora y Araujo de Asturias, la anciana que contaba estas historias, a mediados de los años 80 del siglo pasado en la playa de La Rápita, en Mallorca, apenas a un par de kilómetros de donde hoy escribo estas líneas. Desde entonces, y durante años, la escuché contar los episodios de su vida junto a Miguel Ángel Asturias, admirado de cómo expresaba siempre una devoción absoluta, una dedicación y una dependencia mutua. "Yo vivía como puede vivir una vestal delante de un Dios", comentó una vez. "Él no podía escribir si yo no estaba delante". Fernando Feliu Moggi
