Bierce suele armar sus mazmorras en las tinieblas, en el fondo de un bosque. A veces envuelve con hilos levísimos dos cumbres distantes, y el sol del crepúsculo hace refulgir su telaraña con los matices del arco iris: en ese paisaje de una belleza conmovedora ha de ocurrir algo aciago. Y ocurre, indefectiblemente, porque interviene el azar, una de esas extrañas coincidencias mínimas tan frecuentes en la vida cotidiana. Los héroes de Ambrose Bierce las provocaron; de un modo u otro eligieron sus desdichas y participaron en la justicia inexorable que los castiga. Antes que Schopenhauer sostuviera el carácter voluntario de todos los hechos que le ocurren al hombre, antes que el psicoanálisis incorporara esta idea a su método para sacar a luz los móviles profundos de la conducta humana, ya lo había dicho Balzac: "La mayor parte de las casualidades son premeditadas".