Tiene el lector en sus manos un libro construido a partir de dos voluntades: la primera, dar testimonio de una vida, de sus íntimos gozos y fracasos, de sus esfuerzos y de su necesidad de encontrar una dirección en medio de la historia personal, familiar y colectiva. La segunda es quizás la mayor: se trata de la voluntad de escribir, de encontrar en el lenguaje un sentido que le dé forma al mundo, no de encontrar respuestas sino de formular las preguntas definitivas.
Por ello, en el relato que la autora construye a partir de un tiempo reposado y remoto, en el que recuerda el camino recorrido, se entrelazan de manera diáfana fragmentos de diarios que construyó durante su infancia y juventud cartas que enviaba a su madre invadida por la nostalgia de la tierra y de la sangre. La vocación por la escritura fue siempre central en la vida de la autora.
El texto es el resultante es una autobiografía escrita con un estilo cálido, envolvente y con frecuencia inquietante. Es también el punto de vista de alguien que vivió la Guatemala del siglo XX, que presenció entre la extrañeza y la indignación una Europa aún humeante por la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, una figura importante en la consolidación del teatro guatemalteco. Y en medio de todo, una vida, su vida, que nos cuenta con sutileza, con valentía y con serenidad. Y uno se adentra en estas páginas con esa mezcla de curiosidad y asombro con la que se asoma una casa con las ventanas abiertas mientras recorre alguna calle apacible, ya sea en la memoria o en la imaginación.
