LEONORA

LEONORA (Libro en papel)

Q. 170
IVA incluido
Único ejemplar a confirmar
Editorial:
BOOKET MÉXICO
Materia
Novela
ISBN:
978-607-07-1997-4
Q. 170
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“Así como no se puede encarcelar a Jean-Paul Sartre en Francia, no se puede injuriar a Elenita en México”, decía una semblanza aparecida en Le Monde, el 13 de marzo de 2009, con motivo del Salón del Libro dedicado a México, una de cuyas estrellas fue Elena Poniatowska.1 La frase proviene de aquella con la que Charles de Gaulle, inquirido por un ministro ansioso por ponerle un alto a las actividades subversivas del filósofo existencialista convertido al maoísmo, le habría respondido: a Sartre no se le puede meter a La Bastilla. Es decir, el general se negaba a repetir, en mayo de 1968, el error del Antiguo Régimen, que hizo encerrar a Voltaire, a la conciencia de Francia y pagó, simbólicamente, las consecuencias. El paralelo propuesto en Le Monde a propósito de Poniatowska, la princesa polaca nacida en París en 1933 y convertida, a lo largo de medio siglo, en la más influyente de las escritoras mexicanas, traía el eco de la campaña presidencial de 2006. Se recordará que, entonces, Poniatowska redobló su apoyo a la candidatura de López Obrador y pasó de ser una habituée de los mítines a grabar propaganda televisiva a su favor, lo cual provocó un escándalo. La izquierda, que tiene y tuvo en Poniatowska a su ícono –lo decía Le Monde– reaccionó de manera desmesurada, convirtiendo los enconados dimes y diretes propios de una campaña electoral crispadísima, en un delito de lesa majestad. Se firmaron desplegados de solidaridad y en su defensa aparecieron una, dos, tres plañideras. Una derecha como la mexicana no está en condiciones de pelear una batalla tan desventajosa: el barullo se apagó con la imagen, acaso edificante, de uno los políticos conservadores que había osado repli-carle a Poniatowska, sorprendido en una céntrica librería comprando todos los libros de la escritora.

Poniatowska, que tiene la piel más dura que el promedio de los fieles de su parroquia, prosiguió, con la obcecada y risueña altivez aristocrática que la distingue, haciendo campaña con López Obrador hasta las últimas consecuencias, acompañándolo durante su larga noche triste.
En fin: como a Sartre, la conciencia intocable de la Francia comprome-tida, a Elena Poniatowska, princesa reinante de la izquierda me-xicana, no se le puede tocar ni con el pétalo de una rosa. Eso parecía concluir Le Monde.

La fama pública está indiso-lublemente asociada a la obra de Poniatowska y como en pocos casos, sería absurdo leerla omitiendo el peso de un mundo social insustituible en una escritora que ni al más indeseable de sus personajes le desea la soledad. Reportera de sociales, simpática entrevistadora, joven notaria de la vida cultural mexicana (y de la francesa) durante el medio siglo y los tempranos sesenta, a Poniatowska le tocó darle sentido a una época con un solo libro, La noche de Tlatelolco (1971), quizá el más oportuno de los libros mexicanos y no solo por su cometido político-moral sino por la original manera (que hoy pasa como obvia, académica) en que fue concebido, una entrevista colectiva a cierto México ansioso de democracia y cruel, despóticamente reprimido. A ese mundo social de la rebeldía estudiantil de 1968 le agregó otro, al cual la conducía el realismo vernáculo y popular de su primera novela (Hasta no verte Jesús mío, 1969), el de la izquierda descendiendo al encuentro del antiguo pueblo que, en su avatar de ciudadanía, ella escruta y homenajea en Fuerte es el silencio (1980). El terremoto de 1985 la obligó a repetir, con menor eficacia, el hallazgo de La noche de Tlatelolco con Nada, nadie / Las voces del temblor (1988).

Pero la simpleza de alma de Poniatowska, ese buen corazón suyo errático y valiente que la rige y luego la salva de la obcecación impuesta por su estalinismo mental, la ha conducido, desde el principio, hacia otro lado, como se lee en Leonora (2011), su última novela. El verdadero mundo social de Poniatowska, su paraíso perdido y por fortuna recuperado no está en “la sociedad civil” que la conmueve y la idolatra: sus novelas sociales a la manera decimonónica, El tren pasa primero (2006), son inverosímiles, “buenas obras” mal escritas, que apagan, dado el maniqueísmo metodológico de quien asume la pureza del alma proletaria, la malicia de cualquier novelista.

Lo suyo tampoco está en Los 300, el cogollo donde las familias aristócratas convivían con la escasa nobleza de sangre llegada a estas tierras mientras se mezclaban irre-misiblemente con la nueva plutocracia de la Revolución mexicana. Ni los aristócratas ni los nuevos ricos son gran alimento para ella, apenas son su mondadientes, como lo mues-tra su dulce ficción autobiográfica (La Flor de Lis, 1988) o Paseo de la Reforma (1996), una suerte de secuela donde la clase alta queda expuesta al contagio del radicalismo intelectual.

El verdadero mundo de Po-niatowska es el milieu de la aristocracia del espíritu que puebla Leonora y tantas buenas páginas de Tinísima (1992), su libro más ambicioso. Lo suyo son las vidas de las artistas y por ello yo colocaría en el centro de su obra a Las siete cabritas (2000), donde aparecen retratadas algunas de las grandes excéntricas mexicanas: Frida Kahlo, Pita Amor, Rosario Castellanos, Nahui Ollin, María Izquierdo, Elena Garro, Nellie Campobello, a las cua-les se agregarían Angelina Beloff, la pintora rusa protagonista de Querido Diego, te abraza Quiela (1978) y muerta en México, Tina Modotti, la militante comunista italiana, y la surrealista inglesa Leonora Carrington, nacida en 1917. Escribiendo crónicas o reportajes, haciendo novela epistolar o falsos monólogos, ante las otras mujeres es ante quien prefiero medir a Poniatowska porque con ellas actúa sin condescendencia, con ternura y admiración pero a ratos con la ironía implacable de quien se sabe ante iguales.

Esa pasión de la mujer artista, obligada a ser dos veces artista en el universo masculino y predestinada a fracasar, es la gran contribución de Poniatowska a la tragedia literaria mexicana. No siempre necesita escribir quinientas páginas para hacerlo: periodista en fin y en principio, detalla casos estremecedores de ese fracaso como los de Pita Amor o Nahui Ollin, registra una vida desprovista de su muerte (como se dice en Las siete cabritas de Campobello), presupone algo diabólico en la victoria póstuma de Kahlo, no se arredra ante la verdadera y triste historia de Elena Garro. Y a la distancia, habiendo releído Tinísima para escribir estas páginas, ya no me parece que Poniatowska haya errado al hacer de Tina Modotti una suerte de autómata. Su sexto sentido le susurró que Tina no tenía alma.

Frente a Leonora Carrington, Poniatowska se enfrenta a uno de los pasajes más engañosos de su carrera literaria. Antes que nada, como ella lo refiere en el epílogo, está reescribiendo la vida de una amiga suya casi centenaria que ha ilustrado dos ediciones suyas (Lilus Kikus y Rondas de la niña mala) y con la cual –es notorio tras leer Leonora– se identifica muchísimo.

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